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Continuidad de los Libros

Continuidad de los Libros

  • Historia

    Nacimos como revista digital puente entre España y Latinoamérica. Ese era el objetivo, esa era la obsesión. La idea se bosquejó sobre unas hojas sueltas en las sierras de Córdoba (Argentina) en el verano de 2014 y se hizo realidad unos meses después. Estuvimos online el 17 de marzo. En poco tiempo conseguimos muchos e inesperados seguidores de todo el mundo. Locos como nosotros que piensan que el ancho mundo del arte y la cultura debe estar menos disperso, más comunicado, mejor contado.

     

    Trabajamos como hormigas para crear contenidos de calidad. Para entrevistar a los grandes, para llegar a los imposibles, para hacer esa revista que nos gustaría haber leído antes.

     

    Continuidad De los Libros es entender que la literatura no muere cuando acabas la última página de eso que estás leyendo. Ahí recién está empezando. Que la literatura, en realidad, no muere nunca, sino que se reinventa todo el tiempo y se escapa por distintos formatos.

     

    El nuestro es uno de tantos posibles. Es digital, es infinito, es cercano, es como vos y nosotros.

     

    http://continuidaddeloslibros.com/

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  • Sacheri, un joven adulto insomne

    Autor: Lucia Basaldella

     

    Es escritor, docente y guionista (aunque dentro del mundo del cine admite sentirse un invitado). Eduardo Sacheri, cuyas historias cuentan con un notable reconocimiento a nivel internacional, es uno de los autores estrella de la literatura argentina.

    Es la mirada. En principio, es eso. La dirección letal hacia un punto directo que parece penetrar el vacío. Los pensamientos se le perfilan vorazmente en algún lateral del cerebro, pero él, como si fuera un director técnico, les pide que aguarden, que se ordenen, que respiren pausado y dejen de dar saltos. Recién entonces, apunta a los ojos y dispara:

    Yo pienso que, a esta altura de mi vida, capaz, podría no escribir más, porque me fue muy bien, y, sin embargo, lo sigo haciendo, y si lo sigo haciendo debe ser porque lo necesito. Me hace bien, o me haría peor no hacerlo. ¿Es una necesidad eso?

    La pregunta no pide respuesta. De todas maneras, tampoco la hay. Son las diez de la mañana de un día de noviembre. Afuera, el pavimento se extiende como una lagartija retorcida o una cerámica rota. El resto es puro sol y aire.

    Una biografía resumida de Eduardo Sacheri diría lo siguiente: que nació el 13 de diciembre de 1967; hijo de padres odontólogos y siendo el menor de tres hermanos; que escribió sus primeros cuentos en la década del 90 y luego algunos de ellos fueron transmitidos en el programa radial “Todo con afecto” de Alejandro Apo; que lleva hasta el momento quince libros publicados (seis de ellos en formato novela), tres películas lanzadas y un premio Alfaguara en el bolsillo. Añadiría también que el gran salto estratosférico fue cuando su novela La pregunta de sus ojos debutó en la pantalla grande y ganó un Oscar en 2010 a mejor película internacional. Y que esa es, a grandes rasgos, la historia. Solo faltaría montar la escena de un joven adulto insomne.

    La suya es una escritura que estaba destinada al ámbito académico. Como licenciado en Historia, jamás imaginó que sus textos vieran un horizonte más amplio que el científico. Pero a los veinticinco años, y en busca de su primer hijo, la necesidad de entablar conversación con la muerte comenzó a machacarle la cabeza. “Lo primero que escribí fue una carta a mi papá, que falleció cuando yo era chico. No dormía y necesitaba escribir eso. Luego me daría cuenta de que escribir es lo que me permite estar lo suficientemente sereno con el mundo como para cazar horas de sueño”, comenta en una charla TEDx de 2018.

    La relación con su padre fue siempre lo que él entendió como el reflejo exacto del amor. Desde los cimientos de ese diálogo transpolar se edificaron sus mejores historias. Y es que, a la hora de escribir, a él la fórmula que mejor le resulta es la de hablar indirectamente de las cosas que más le importan. Esos relatos tienen como común denominador los elementos más cotidianos de las situaciones diarias, que no dejan de ser para él los más extraordinarios.

    -Acá no hay zombies, ni espías, o invasiones extraterrestres. Hay gente con vidas muy cercanas y superficialmente anodinas. Vidas donde hay determinadas cosas y no hay determinadas otras.

    Por “acá” se refiere a Castelar, ciudad en la que nació, creció, escribe, cría a sus hijos, da clases por videollamada y, cada sábado, religiosamente, juega partidos de fútbol con sus amigos. Por “vidas superficialmente anodinas” se refiere a realidades que se mueven en un horizontal perpetuo. Vidas, dice, así como la suya.

    -En Los dueños del mundo escribís al principio esto: “un libro que habla, apenas, de algo tan doméstico e intrascendente como una vida suburbana”.

    -Lo que pasa es que en el fondo todo depende de cómo mires las cosas, de cual sea la pregunta que te hagas o de dónde te detengas. Los seres humanos nos creemos muy excepcionales y distintos, pero lo único que nos distingue es la cáscara. Todos queremos un puñado de cosas, tememos un puñado de cosas, y nos aferramos a otro puñado de cosas.

    El destino de sus libros ocupa un lugar menor en su cabeza y el “para quién” parece no perturbarlo. Dice que escribe y el resto ya lo determinará el tiempo. Mientras tanto, parece increíblemente acostumbrado a habitar esa paz mental, esa fuente de incertidumbres. Eduardo Sacheri traza historias como quien siente que está tomándole el pulso a la realidad. Es que de cierto modo lo hace. Sus relatos vienen a decirnos, entre tantas otras cosas, que no hay nada más admisible, más intrínsecamente humano, que haber amado irremediablemente algo.  Llegar a él es fácil. Lo difícil es comprender cómo opera su mente.

     

    -¿Viste esa escena? – pregunta – La de la pasión…

    La escena de la que habla es la de Franchella en El secreto de sus ojos. “El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de religión…”

    -Sí, la vi.

    -Bueno, la pasión es singular de padecimiento. No viene del placer, viene del padecer. Igualmente, hay una zona de la pasión que es interesante porque precisamente en pos de eso vos te sacrificás, te esforzás, te disciplinás, si fracasás, insistís. Ahora, al mismo tiempo, no hay ningún reloj íntimo que te diga “hasta acá llegó esto, no insistas porque no tiene sentido”.

    -¿Y con la escena qué pasa?

    -Basta con que te metas en Youtube y pongas “Pasión: El Secreto de sus ojos” y ya salta esa escena. Es una hermosa escena. Pero aquella arranca con ese personaje diciéndole al otro “yo soy prisionero de mi pasión, me alcoholizo y estoy destruyendo mi vida y vos, que estás enamorado de una mujer que no te da ni la hora, también te la estás destruyendo, entonces me puse a pensar en esto de destruirse la vida por una pasión y me di cuenta que somos esclavos de nuestras pasiones”.

    Cada una de sus pausas da lugar a una criatura hermosa que se estira, observa, y sonríe…

    Luego, abre los brazos como un atleta rendido en un marcado gesto de resignación.

    -Y bueno, cada cual se apropia de lo que quiere, pero yo tengo derecho a decirle a esos que se adueñan festivamente de la escena “pará, flaco, no es tan simple”.

    Al irse, lo que deja es solo un rastro. La borra del café, sobres de azúcar de esqueleto quebrado, algunos billetes arrugados, un pulso firme, el aliento. El resto es puro sol y aire.

     

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  • El camino a casa de Lydia Helander

    Autor: Andrea Quiroga

     

    Costó encontrar la casa. Es amena, amplia, prolija, natural y acogedora. Como Lydia.

    Nos esperaba para hablar de libros. De cómo había tenido que desprenderse de los “libros peligrosos” en el setenta y pico. De cómo ese miedo profundo que nunca había sentido, ni volvió a sentir, la trajo a Varela, un paraje casi tan alejado como el fin del mundo.

    Lydia nació en 1942 en Buenos Aires, pero pasó  sus primeros años en Santa Cruz, con el frío helado curtiéndole la cara y una abuela inundándola de historias. Después,  viajaron todos a Santa Fe  donde se formó y transformó en militante y profesora. Pero el destino, los trabajos y las ideas los trajeron de nuevo a Buenos Aires.

    A Lydia la conocí tres veces. En el año 1997 estudiaba el profesorado de Lengua y Literatura y Lydia era mi profesora,  precisamente, de Literatura (lo único que me interesaba). Yo era caos e irreverencia. Lydia era.

    No recuerdo demasiado de sus clases…sí que eran diferentes. Muchos videos y exposiciones, pero lo más interesante era el material. Era distinto. Sus artículos y el recorrido de lecturas eran diferentes. Ella era diferente. Recuerdo que en una feria a la que asistimos con varias profesoras, cuando todos buceaban en libros indispensables para ser buen docente,  yo estaba sola en una mesa de saldos y tenía entre mis manos Felicidad perfecta, de Katherine Mansfield. Ella se paró detrás de mí  y me preguntó;  “¿te gusta?”. Le respondí que sí, y que esta lectura y otras tantas fuera de programa eran las culpables de mi falta de aplicación como alumna. Miró hacia la mesa de libros y con voz baja y dulce me dijo: “seguí con tus lecturas”.

    No la vi por varios años. Era la madre de un compañero, la directora de una escuela de Varela y esa profesora que en algún momento me habilitó una puerta diferente. A veces la cruzaba o se nombraba en alguna charla.

     

     Pero un día, buscando posibles entrevistados para el archivo oral sobre libros destruidos en la última dictadura nos volvimos a encontrar. Le pregunté a Nacho (compañero y ex Director de DDHH de Florencio Varela) si conocía a alguien que pudiera entrevistar: “Mi vieja”, me dijo.

    Ahí conocí a la segunda Lydia. Nos encontramos para hacer una pre entrevista. Habían pasado más de 20 años desde nuestra última charla. Ella venía con una amiga de su clase de pilates. Estaba feliz y,  con un café de por medio,  me presentó a Lydia “la militante”, “la mujer”. Ahí supe que después de recibirse en Rosario de profesora y sin trabajo se vino a Buenos Aires. Que en Rosario aprendió a militar con el PRT mientras compartía un departamento con Ana María Sibori, en ese momento compañera de Gorrearán Merlo. Que en los 60 la militancia estaba en el aire y que en Rosario la poesía era el idioma oficial de la mano de Juanele. Después las cosas se pusieron difíciles y se vino a Buenos Aires. Trabajó como administrativa en el Ministerio de Educación mientras las redes de la militancia en la Juventud Peronista la iban envolviendo. Compañeros, amores, amigos, parejas, hijos, desaparecidos, miedo. Esa Lydia militante, madre, feminista, independiente y auténtica conoció el miedo después del 76.  Nos confesó que  “esa sensación de miedo profundo, yo nunca la volví a vivir. Miedo de abrir la puerta”.

    Esa Lydia con dos chicos a cuestas en el 77 volvió a la casa de sus padres con una valija de libros que su padre le ayudó a quemar. La misma que en los 80 habiendo perdido el contacto con  sus compañeros y pareja se vino al sur de la provincia a trabajar de maestra, como si el miedo se pudiera ocultar en el aula con un guardapolvo de armadura.

    En ese café en el que conocí a la segunda Lydia, acordamos nuestro encuentro para la entrevista y me regaló su libro Digo sur, me contó sobre su escritura y sobre la importancia de Diana Bellessi como maestra de escritura y amiga en este momento en que la poesía y la familia, en ese orden, completan su vida.

    Me regaló Digo sur y conocí a la tercera  Lydia. Desde la primera página en donde las palabras se combinan con exquisitos recursos poéticos conocí a la niña que jugaba con un frío seco en la cara en el inhóspito sur argentino. A los  abuelos gringos que le contaban historias de mitología germana. A la niña que conoció a Eva Perón a través del diálogo de su madre con su tía frente a la multitud esperando ver el  cuerpo de la Señora. A la adolescente en el paisaje santafesino. A la militante y compañera entre Varela y Constitución. A la que sin saberlo siempre escribe sobre libros y desaparición. En su poesía conocí realmente a Lydia.

    Lydia Helander nació en Buenos Aires en 1942 y actualmente reside en Florencio Varela. Es profesora en letras y poeta. Ha publicado la antología poética Viales y naufragios (2014) ,  Digo sur (2017) y Camino a casa (2019).

    Walichu

    Acomodo

    viejas fotografías

    en blanco y negro.

    Poco a poco

    voy recorriendo imágenes

    y descubro

    una nena frágil

    que saluda al abuelo

    trepada sobre el cerro Walichu

    donde los tehuelches

    dejaron sus marcas misteriosas.

    Manos pequeñas, manos grandes,

    rastros titilantes

    en la oscuridad de la piedra subterránea,

    aunque sólo se ve en la fotografía

    una manito de carne y hueso

    abierta al espacio,

    como si desde el tiempo

    no  recorrido todavía,

    llamaran las luces

    de un país sin nombre.

     Lydia Helander

    Camino a casa (2019)

     

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